Llámenlos modernos. Con todo su desprecio y mala leche. No se priven. Viertan todo su desazón vital sobre quien los ignora desde otra esfera. Y verán como la mano de Dios los ha dotado de la impunidad de su juicio.
Envidien de reojo cómo cuidan sus descuidadas formas. Simulen que pasan de ellos, sí señores. Sean valientes. Pero en el fondo admirarán su sentido de la justa medida entre lo elitista y lo popular, lo hortera y lo refinado. No se esfuercen señores, ustedes acabarán cayendo en su propia trampa y, cediendo a un impulso natural, no podrán evitar soltar una frase que sentenciará que Biolay mola para ser admitidos en el club. Pero no se llamen a engaño. No son tan fáciles. Son casi inhumanos y, cual portero de discoteca advertirán que, según su carnet, ustedes no llegan ni mucho menos a los dieciocho. O sea que no. No les vayan con éstas. Ellos muestran antes sus debilidades que sus fortalezas, sus defectos que sus virtudes. Y ello les vuelve encantadores, lascivos casi. No los diseccionen en busca de una incoherencia, quizás un ápice de humanidad, porque justamente ésa es su bandera. Recuerden que ellos nunca siguen, ellos inician.
Y cuando les hayan atacado por todos los frentes sin hacer mella en su existencia, pero crean reconocer todos sus intríngulis, observarán como ellos, sin despeinarse, aborrecerán discretamente los ukeleles y las Lomo, porque ni unas cosas ni otras formarán ya parte de la modernidad, sino de otro estrato más barato. Será entonces cuando buscarán otro Dorado.
Pero, a pesar de los sentimientos encontrados que les generen, a pesar de concluir que únicamente se trata de una cuestión de formas -bellas formas acaso- y a pesar de sentirse insultados por su juventud -esa que poco o nada tiene que ver con la edad- no dejen de llamarlos modernos, porque les guste reconocerlo o no, lo son.
M&B
